Kiss me under the light of a thousand stars.

Nunca olvidarás aquel beso. No sé si fue el primero, el último, el que diste tras una gran discusión, el que diste a modo de perdón o uno que diste porque si. Pero siempre será el beso.

Un beso cálido, lento, tranquilo. Un beso que no querías que acabara. Un beso imposible de olvidar (aunque tampoco quieras hacerlo). Habrá más, pero ninguno como ése. Un beso que no sólo sentiste con tus labios sino que también se te erizó la piel de la cabeza a los pies, tu estómago sintió algo más que mariposas y tu corazón pegó un vuelco.

No fue el quién, ni el cómo, ni el cuándo, ni dónde, ni por qué. Simplemente fue. Quizá fuera tu persona, de la forma más romántica que te habías imaginado, un 14 de febrero en el lugar más bonito del mundo porque los planetas se alinearon. O tan solo fue un ligue de una noche, del cual ni su nombre recuerdas, que surgió entre cubata y cubata, a las 6 de la mañana a la salida de la discoteca porque el alcohol a veces es traicionero. Como ya he dicho, las circunstancias no son relevantes.



Sin duda, fue un beso que te dio la vida. Pero que también te la quitó.

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