10 de septiembre. El verano se ha ido y con él se ha llevado muchas cosas. La piel bronceada, el sol, los helados, la arena, las noches en vela debidas al calor (o al menos esa es la razón que dan algunos con tal de engañarse a si mismos), los romances pasajeros, el mar... El mar. El primer baño del año, y el segundo, y el tercero... Nunca me había parado a pensarlo pero eso, bañarse en el mar cada verano, es como el amor.
No sé. Hay diferentes formas de meterse en el agua de la misma forma que hay distintos tipos de amor.
Cuando el agua está muy fría, tanto que se te clava como mil dagas, ni la puntita del dedo gordo del pie nos atrevemos a meter. Pues con el amor igual. Cuando ya hemos experimentado esa sensación de necesitar tanto a alguien que duele, somos más cautelosos. Vivimos con miedo a volver a sentir eso que en su día nos ha hecho daño. Pero poco a poco te vas metiendo. Tu cuerpo se va acostumbrando a esa situación, al agua congelada o el amor, como queráis verlo. Hasta que has conseguido meterte de lleno y te ha calado hasta los huesos. Y te gusta. Te sienta bien. Muy bien. Y no quieres salir, porque estás bien. Y pueden pasar dos cosas: que te canses y salgas solito o que alguien te coja de la mano y salgáis juntos.
Claro que también los hay más valientes que yo y no necesitan ir pasito a pasito. Los hay a los que le gusta hacerlo sin pensar. Entrar corriendo, zambullirse. No pensar en el frío, o en el dolor. Y lo dan todo. Desde mi punto de vista, eso es peligroso, ¿sabéis? No sé. Te entregas tan pronto a una persona, te expones tanto a ella que si quiere puede lastimarte sin pensarlo dos veces. Puede pensar que no puedes ofrecerle nada más y se va, y no vuelve. El mar va a estar ahí siempre y el amor igual. Pero quizás no siempre sea el momento de darse un baño o puede que el amor no siempre se pueda dar porque es cosa de dos y tú eres uno.
Pero todos hemos corrido desde la orilla hasta la zona donde no damos pie y joder, eso también es bonito.
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